La muerte de Sócrates y el espejo de la democracia peruana
En el año 399 a.C., en un tribunal de Atenas, un anciano filósofo de cabellos blancos se encontraba de pie, en silencio, frente a la multitud. Quinientos un ciudadanos, representantes del sistema democrático más avanzado de su tiempo, votaron públicamente para condenarlo a muerte. Sócrates no había traicionado a su patria ni cometido asesinato. Su “crimen” fue simplemente hacer comprender a los que dormían que, para navegar en el mar, se necesita un capitán experimentado al timón; si se deja a alguien que jamás ha visto un timón dirigir entre las tormentas, el final será el naufragio.

Gobernar un país es aún más complejo. Una democracia pura —sobre todo cuando abundan los necios y cada voto vale lo mismo— no es más que un ciego caminando en la oscuridad. Así, Sócrates cuestionó la autoridad, desenmascaró la hipocresía y despertó la razón dormida. Pero esas palabras irritaron a la “mayoría” dominada por la emoción.
Murió en nombre de la democracia, pero no de una democracia racional, sino de una dominada por la emoción y por un jurado incapaz de distinguir la verdad. Cuando todas las opiniones se consideran iguales, pero sin el apoyo del conocimiento ni de la razón, la verdad puede ser fácilmente ahogada por el ruido. Aquellos quinientos votos decidieron la vida de un filósofo y marcaron el primer ejemplo histórico de la “tiranía de la mayoría”.

Han pasado más de dos mil años, y tragedias similares siguen repitiéndose. La democracia debería ser una elección colectiva racional, pero en muchos países se ha convertido en un campo de competencia emocional.
En el Perú lo vemos claramente: los gobiernos cambian con frecuencia, y la lógica cortoplacista de las elecciones, junto con la manipulación de la opinión pública, mantiene al país atrapado en un ciclo de crisis. Los presidentes se suceden como en un carrusel; los ministros duran, en promedio, apenas sesenta y siete días, una absurda inestabilidad que paraliza la maquinaria del Estado.
La sociedad se encuentra fragmentada, el Congreso y el Ejecutivo se anulan mutuamente, y la “voluntad popular” se usa como ficha de negociación por los políticos.

En apariencia, el pueblo tiene libertad para elegir a sus gobernantes, pero la mayoría sigue depositando sus esperanzas en “el próximo presidente”, como si un simple cambio de rostro bastara para arreglarlo todo. Lamentablemente, si no cambian el sistema, la educación ni la racionalidad, la democracia no será más que un caos con otro nombre.La muerte de Sócrates nos enseña que cuando “la voz del pueblo” ya no está sujeta a la razón, puede transformarse en un ruido que aplasta la justicia.
La democracia no es el punto final de un sistema, sino una herramienta que requiere construcción permanente. Su verdadero valor no radica en hacer que nuestra voz sea la más fuerte, sino en que cada persona desarrolle la capacidad de pensar y discernir.

Amo al Perú, como amo a mi patria. Un amigo me dijo una vez que el secreto del éxito consiste en vivir como si el lugar donde uno habita fuera la última estación de su vida.
Precisamente por amor, me preocupa ver a más de treinta partidos compitiendo por la presidencia, y me entristece el enfrentamiento entre ciudadanos impulsados por ilusiones políticas.
Quizá lo que más necesita el Perú hoy no sean más votos, sino más educación para votar.
Quien no reflexiona sobre su pasado, no podrá tener futuro; y lo mismo ocurre con una nación.
Dijo Sócrates: “Una vida sin reflexión no merece ser vivida.”
Han pasado más de dos mil años, y aún deberíamos preguntarnos:
¿Realmente vivimos con mayor claridad que entonces?















