La confianza y la prueba tras el cambio de poder en el Perú

La noche del 9 de octubre de 2025 fue especialmente larga en Lima. Esa noche, el Congreso de la Republica de Perú permaneció iluminado hasta altas horas, envuelto en un ambiente de tensión y decisiones trascendentales. Los congresistas de todos los partidos, en un hecho poco común, lograron un consenso: uno tras otro tomaron la palabra para denunciar la incapacidad y la indiferencia política de la presidenta Dina Boluarte. Tras horas de debate y votación, las cuatro mociones de vacancia fueron aprobadas, y finalmente, con 122 votos a favor, 0 en contra y 0 abstenciones, el Congreso decidió destituirla de manera unánime.

El debate debía comenzar a las once y media de la noche. Boluarte había sido citada para ejercer su defensa, pero no se presentó ni envió un mensaje virtual. Nadie habló por ella. Los congresistas, uno tras otro, recordaron los escándalos y fracasos de su gobierno: desde el caso de los relojes de lujo “Rolexgate”, hasta la corrupción en las fuerzas de seguridad; desde los abusos policiales hasta los bienes no declarados del Palacio de Gobierno. Las cifras estremecían: en menos de dos años de gestión, más de seis mil homicidios se habían registrado en el país; los robos, extorsiones y secuestros se habían vuelto parte de la rutina diaria. Y el hecho que colmó la paciencia nacional ocurrió el 8 de octubre, cuando un tiroteo durante un concierto en el Club Militar de Lima dejó varios heridos. Aquella bala final fue, simbólicamente, la que derribó al gobierno.

Cuando se anunció el resultado de la votación, el Congreso estalló en aplausos. Era una unanimidad rara, pero no por unidad de propósito, sino por el rechazo colectivo a un gobierno sin rumbo. Desde 2016, el Perú ha tenido siete presidentes, todos caídos en medio de crisis. El cambio de mando se ha vuelto casi un hábito institucional. La caída de Boluarte fue solo otro capítulo en esta larga secuencia de inestabilidad.
A las doce y veinte de la medianoche, el Congreso volvió a reunirse. José Jeri, con traje azul oscuro y expresión serena, juró como presidente de la República con la mano sobre la Constitución. Con menos de treinta y nueve años, se convirtió en uno de los mandatarios más jóvenes de la historia del país. Frente a una transición inesperada, no mostró euforia ni vanidad, sino que habló con calma:
“No estaremos a la altura de héroes grandes como los que hemos homenajeado hace poco, pero con corazón y con decisión podemos hacer los cambios necesarios, para que nuestra patria enrumbe en el camino que tiene que tener.”

Esa frase me conmovió profundamente. No era un eslogan político, sino una convicción humilde y honesta. He tenido la oportunidad de conocerlo en varias ocasiones —en 2023 organizamos juntos una campaña de donaciones para los damnificados, y más tarde encontramos en distintos eventos—. Su carácter racional y sereno transmite una fuerza tranquila, no pretenciosa. Tal vez no logre transformar el país de la noche a la mañana, pero confío en que al menos devolverá a la política peruana un sentido de razón y responsabilidad.
En su discurso de investidura, Jeri pronunció también una frase que se volvió viral en medios y redes sociales:
“El principal enemigo está afuera, en las calles, las bandas criminales, las organizaciones criminales, ellos son el día de hoy nuestros enemigos.”
Fue el primer mensaje político claro de su gestión: la reconstrucción del país pasa no solo por restablecer el orden, sino también la confianza.

Este cambio de gobierno no es simplemente una rotación de líderes, sino una forma de autocrítica institucional. Si un Estado se derrumba una y otra vez dentro de la misma estructura, el problema no radica en quién manda, sino en cómo está hecho el sistema y su cultura política. La llegada de José Jerí quizá sea apenas una señal de esperanza lanzada por la historia en medio del caos. Al menos, su actitud y sus palabras devolvieron a muchos peruanos, fatigados por la inestabilidad, una pequeña fe en sus gobernantes.
Porque al final, el verdadero desafío no está en la sucesión del poder, sino en lograr que la confianza vuelva a ser la fuerza que cambie el destino del país.