Ferrocarril Bioceánico en Perú: ¿Por qué el país está trabajando contra sí mismo?

 Ferrocarril Bioceánico en Perú: ¿Por qué el país está trabajando contra sí mismo?

El anuncio del gobierno peruano sobre el impulso al proyecto del ferrocarril transoceánico generó gran expectativa, especialmente entre mis amigos en China, quienes vieron una oportunidad de negocios. Sin embargo, les advertí: “No se emocionen tanto; después de todo, esto es Perú”.

Un ferrocarril transoceánico que conecte el Océano Pacífico con el Atlántico, atravesando Perú y Brasil, es un sueño largamente esperado en Latinoamérica. Con el apoyo del capital chino, este proyecto busca reducir costos logísticos, reactivar la economía regional e integrar zonas olvidadas del interior. Además, se espera que convierta al Perú en un centro comercial clave entre Asia y Sudamérica.

Desde el megapuerto de Chancay hasta el puerto de Santos en Brasil, este ferrocarril no solo acortaría distancias, sino que simbolizaría la voluntad de modernización del país. Sin embargo, un problema más profundo amenaza el avance: el propio sistema político, cultural e institucional del Perú.

Nadie duda del potencial transformador del ferrocarril bioceánico. No es solo una obra de infraestructura, sino una estrategia nacional con peso geopolítico. Si se concreta, reduciría tiempos de envío, descongestionaría rutas marítimas, generaría empleo en los Andes y podría impulsar una nueva industrialización en el interior. En teoría, todos ganarían.

Pero en la práctica, el proyecto fracasa no por falta de financiamiento o interés extranjero, sino porque Perú está trabajando contra sí mismo. El sistema político está diseñado para la “lucha interna” más que para la “construcción”. Un Congreso fragmentado, partidos sin visión a largo plazo y una presidencia debilitada por escándalos hacen que cualquier iniciativa quede atrapada en conflictos de poder. Las decisiones se posponen o sabotean por razones políticas, no técnicas.

Los ferrocarriles transoceánicos, que deberían ser política de Estado, se tratan como “proyectos emblemáticos” de gobiernos específicos, generando rechazo en la oposición. Pero el tiempo no espera a los países con desarrollo lento; avanza inexorablemente.

Además, la cultura política peruana está marcada por una “desconfianza estructural”. Toda inversión se cuestiona: “¿Quién está detrás?”, “¿Quién se beneficia?”, “¿Se venden intereses nacionales?”. Esta desconfianza, con raíces históricas en la corrupción, ha pasado de duda razonable a resistencia instintiva, paralizando el progreso.

Así, la sociedad ya no exige transparencia ni buen gobierno, sino que simplemente pide que no se haga nada. Lo que debería ser un asunto técnico se convierte en un campo de batalla ideológico y geopolítico.

El problema viejo y persistente es la debilidad institucional. Los informes técnicos se archivan por años, los procesos de aprobación son lentos, los reguladores carecen de coordinación y los gobiernos locales actúan por intereses partidistas o personales. En Perú, construir una autopista puede tardar más que levantar un rascacielos en China. ¿Cómo competir globalmente con esa ineficiencia?

Un ferrocarril transoceánico puede conectar a Perú con el mundo, pero no puede arreglar sus fallas internas por sí solo. Para que este proyecto y otros similares se hagan realidad, se requieren cambios profundos: reformar el sistema político, fomentar una cultura de diálogo y construir un sistema institucional efectivo. De lo contrario, seguiremos en la estación de la “improvisación y la sospecha mutua”, soñando con el “tren del desarrollo” sin escuchar nunca su silbato de salida.

Alisson Ayto

Alisson Ayto

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